Hola!!
Vamos a completar el tema del
desafortunado Blucher con un testimonio de primera mano
,Korvettenkapitän Kurt Zoepffel ,del suceso:
Testimonio del
hundimiento del Blucher
Por
nuestra proa se encuentra un guardacostas. No parece que se haya dado
cuenta de nuestra presencia. Aun no sabemos si nos tomará por amigos
o por enemigos. De todas formas, nosotros no queremos abordarlo.
Encendemos brevemente nuestras luces verde y roja, que él ve en el
último momento. Podemos oír las maldiciones que echa al apartarse
de nuestra derrota. El buque se desliza lentamente con la mayor
precaución. Dentro de pocos minutos habríamos de pasar por el lugar
más estrecho del fiordo, cuya anchura en dicho punto es de 1.000
metros escasos. A ambos lados existen fortificaciones, quizás una
barrera de minas, tal vez una batería de torpedos. Lo sabíamos. Por
otra parte, sabíamos que los cañones de los fuertes no eran del
tipo más moderno, pero que su calibre era de 28 centímetros. Pero
todo se andará. Avante toda. A Oslo.
Un proyector de tierra brillaba a través del estrecho fiordo, iluminando un plateado hidroavión. El proyector seguía iluminando el mismo sector; se veía claramente subir gente al aparato, y parecía que estaban preparándolo para el despegue. Completamente serenos miraban hacia proa el almirante, los generales del ejército y del aire, el comandante, el segundo y los oficiales de guardia y derrota y el personal de puente. En too el buque reinaba un silencia sepulcral, excepto en el cuarto de derrota, del que salía constantemente la demanda: Marcación, porque ahora se trataba de encontrar con exactitud el paso a través de este angosto agujero.
El proyector sube y baja tras veces rápidamente. Su luz hace brillar las montañas de enfrente. Una rápida mirada al reloj y la correspondiente anotación en el cuaderno: 5,17. el proyector de estribor sube y baja tres veces. Con esta luz tan clara se puede escribir perfectamente. Cambio de rumbo dentro de cinco minutos. El oficial de derrota da la orden preventiva del cambio como si estuviéramos haciendo un viaje en tiempos de paz.
De pronto tiembla el aire como si hubieran descargado a un tiempo mil tormentas. En la más inmediata proximidad lucen los rojos fogonazos de boca. Alarma. Fuego. Fuego. Veo a estribor, muy cerca de nosotros, tres fogonazos a un tiempo. Disparan sobre nosotros desde ambos lados. Debemos de estar a menos de 500 metros. Un blanco perfecto. Los proyectiles caen con más rapidez que la pluma puede escribirlo. El buque se estremece en todas sus juntas, gimiendo a cada nuevo impacto. En mi calidad de ayudante, escribo en el diario, a la luz de los fogonazos enemigos. Impacto a proa. Han hecho blanco en el tambucho del avión. Arde el cobertizo.
Nuestras salvas suenan tan salvajemente en los oídos, que casi no se oye otra cosa. Los nervios están tan tensos, que parece que van a saltar de un momento a toro. Los cañones son cargados y disparados con la mayor tranquilidad. Sobre el enemigo cae una verdadera lluvia de fuego. Nuestra artillería dispara con toda rapidez. Como es tan pequeña la distancia, y la intensidad del fuego es muy grande, se hace imposible una dirección unificada de tiro, por lo cual cada jefe de pieza manda autónomamente su cañón, que dispara en puntería directa. Cruzan el espacio deslumbradores, los fogonazos de las piezas de 3,7 centímetros. Aturden los disparos de las del 10,5. Salva tras salva sale de las piezas. Duro con ellos. Adelante, Blücher. El fuego enemigo sigue viniendo de estribor. A babor ha cesado por completo.
Del buque salen vivas llamaradas. Suena el grito de alarma más temido. Fuego a bordo. Inutilizada la dirección de tiro. Inutilizado el servicio del timón. Un parte tras otro caen como una losa sobre los que estamos en el puente. El fuego enemigo cesa también a estribor; nuestras piezas siguen disparando. Toda la rabia producida por este ataque contra nuestro buque se descarga con el fuego propio. También en tierra brotan incendios. Nosotros también hemos dado en el blanco, a Díos gracias.
Nos espantan dos sordas detonaciones: ¿Minas? ¿Torpedos? El buque escora levemente a babor. Han quedado inutilizadas las máquinas. El Blücher deriva lentamente hacia el Norte.
¿Qué había ocurrido? A una distancia mínima, no más de 400 metros, habían sido lanzados contra el buque dos torpedos, salidos de una batería increíblemente bien disimulada en los acantilados. No podían errar el blanco. Cierto es que se trataba de modelos completamente anticuados, como pudimos comprobar más tarde, cuando visitamos el fuerte; pero habían cumplido perfectamente su misión, asestando al hermoso buque las últimas y mortales heridas. A través de los boquetes que abrieron penetraba el agua a raudales, obligando a abandonar los compartimentos alcanzados.
Del cobertizo del avión salen grandes llamas. A babor cerca del puente, avanza hacia proa un gigantesco incendio. Un gran boquete se abre allí, la cubierta está desgarrada. Alrededor de aquél yacen muertos y heridos. ¿Qué ha ocurrido?
Por conductos de emergencia llega al puente una mala noticia tras otra. El buque deriva lentamente hacia las islas Askenholm, a través del estrecho. Ha terminado la lucha contra el enemigo. Hemos salido del alcance de su fuego. Hemos forzado la barrera. Pero ¿y ahora?
La lucha dentro del buque contra el fuego y contra el agua es cada vez más difícil. El personal de achique y el de contraincendios trabajan con todo ardor, pero es imposible llegar hasta los focos del fuego. Un proyectil penetró en una cámara en el preciso momento en que un grupo de camaradas del ejército, listo para desembarcar, preparaba sus bombas de mano. No quedó nada de ellos. Poco a poco hacían explosión las municiones amontonadas en cubierta. En el cobertizo del avión estallaban las bombas del aparato. A cada momento surgía un nuevo foco de incendio, elevando sus llamas hacia el gris cielo matinal. Era un fuego de artificio, espantoso e inolvidable. De la proa, duramente castigada por los proyectiles enemigos, se evacuaban lentamente por medio de cables los muertos y heridos. El excelente segundo yacía en la proa, en su puesto de combate, con el cuerpo desgarrado; sus subordinados, alrededor. La metralla del primer impacto, una granada del 28, hizo aquí una labor completa. Los dos jefes de antiaéreos resultaron gravemente heridos. Sobre cubierta tableteaba la munición de fusil y ametralladora. Lentamente, muy lentamente, se inclinaba el buque a babor. Era imposible combatir el incendio. El personal de achique luchaba contra el fuego utilizando equipos de respiración artificial, empleando extintores de espuma, sometiendo al máximo esfuerzo las mangueras contra incendios. Pero nada, absolutamente nada, podía contra la magnitud de estas hogueras. El hermoso buque estaba irremisiblemente perdido.
Una inmensa amargura se apoderaba de nosotros al considerar que lo único que ya se podía hacer era ver la forma de llevar a tierra, con alguna seguridad, a la tripulación, y, sobre todo, a los muchos camaradas del ejército que se encontraban a bordo. Ellos habían estado bajo cubierta durante todo el combate, sin poder hacerse una idea clara de la lucha a bordo, puesto que desconocían el modo de pelear de los buques. Lo único que hicieron fue oír las explosiones y ver caer a sus camaradas. Con una indescriptible fidelidad a su deber permanecieron en sus puestos, con el fusil y el casco en la mano, y el macuto a la espalda, esperando lo que quisiera venir.
El buque se inclinaba ya tanto a babor, que la borda se sumergía en el agua. Y no era posible la comunicación entre la proa y la popa. Para ir a popa era necesario trepar por los costados del barco. Una gigantesca columna de humo subía al cielo. De los demás barcos no se veía nada, pues luchaban aún con los fuertes noruegos
Un proyector de tierra brillaba a través del estrecho fiordo, iluminando un plateado hidroavión. El proyector seguía iluminando el mismo sector; se veía claramente subir gente al aparato, y parecía que estaban preparándolo para el despegue. Completamente serenos miraban hacia proa el almirante, los generales del ejército y del aire, el comandante, el segundo y los oficiales de guardia y derrota y el personal de puente. En too el buque reinaba un silencia sepulcral, excepto en el cuarto de derrota, del que salía constantemente la demanda: Marcación, porque ahora se trataba de encontrar con exactitud el paso a través de este angosto agujero.
El proyector sube y baja tras veces rápidamente. Su luz hace brillar las montañas de enfrente. Una rápida mirada al reloj y la correspondiente anotación en el cuaderno: 5,17. el proyector de estribor sube y baja tres veces. Con esta luz tan clara se puede escribir perfectamente. Cambio de rumbo dentro de cinco minutos. El oficial de derrota da la orden preventiva del cambio como si estuviéramos haciendo un viaje en tiempos de paz.
De pronto tiembla el aire como si hubieran descargado a un tiempo mil tormentas. En la más inmediata proximidad lucen los rojos fogonazos de boca. Alarma. Fuego. Fuego. Veo a estribor, muy cerca de nosotros, tres fogonazos a un tiempo. Disparan sobre nosotros desde ambos lados. Debemos de estar a menos de 500 metros. Un blanco perfecto. Los proyectiles caen con más rapidez que la pluma puede escribirlo. El buque se estremece en todas sus juntas, gimiendo a cada nuevo impacto. En mi calidad de ayudante, escribo en el diario, a la luz de los fogonazos enemigos. Impacto a proa. Han hecho blanco en el tambucho del avión. Arde el cobertizo.
Nuestras salvas suenan tan salvajemente en los oídos, que casi no se oye otra cosa. Los nervios están tan tensos, que parece que van a saltar de un momento a toro. Los cañones son cargados y disparados con la mayor tranquilidad. Sobre el enemigo cae una verdadera lluvia de fuego. Nuestra artillería dispara con toda rapidez. Como es tan pequeña la distancia, y la intensidad del fuego es muy grande, se hace imposible una dirección unificada de tiro, por lo cual cada jefe de pieza manda autónomamente su cañón, que dispara en puntería directa. Cruzan el espacio deslumbradores, los fogonazos de las piezas de 3,7 centímetros. Aturden los disparos de las del 10,5. Salva tras salva sale de las piezas. Duro con ellos. Adelante, Blücher. El fuego enemigo sigue viniendo de estribor. A babor ha cesado por completo.
Del buque salen vivas llamaradas. Suena el grito de alarma más temido. Fuego a bordo. Inutilizada la dirección de tiro. Inutilizado el servicio del timón. Un parte tras otro caen como una losa sobre los que estamos en el puente. El fuego enemigo cesa también a estribor; nuestras piezas siguen disparando. Toda la rabia producida por este ataque contra nuestro buque se descarga con el fuego propio. También en tierra brotan incendios. Nosotros también hemos dado en el blanco, a Díos gracias.
Nos espantan dos sordas detonaciones: ¿Minas? ¿Torpedos? El buque escora levemente a babor. Han quedado inutilizadas las máquinas. El Blücher deriva lentamente hacia el Norte.
¿Qué había ocurrido? A una distancia mínima, no más de 400 metros, habían sido lanzados contra el buque dos torpedos, salidos de una batería increíblemente bien disimulada en los acantilados. No podían errar el blanco. Cierto es que se trataba de modelos completamente anticuados, como pudimos comprobar más tarde, cuando visitamos el fuerte; pero habían cumplido perfectamente su misión, asestando al hermoso buque las últimas y mortales heridas. A través de los boquetes que abrieron penetraba el agua a raudales, obligando a abandonar los compartimentos alcanzados.
Del cobertizo del avión salen grandes llamas. A babor cerca del puente, avanza hacia proa un gigantesco incendio. Un gran boquete se abre allí, la cubierta está desgarrada. Alrededor de aquél yacen muertos y heridos. ¿Qué ha ocurrido?
Por conductos de emergencia llega al puente una mala noticia tras otra. El buque deriva lentamente hacia las islas Askenholm, a través del estrecho. Ha terminado la lucha contra el enemigo. Hemos salido del alcance de su fuego. Hemos forzado la barrera. Pero ¿y ahora?
La lucha dentro del buque contra el fuego y contra el agua es cada vez más difícil. El personal de achique y el de contraincendios trabajan con todo ardor, pero es imposible llegar hasta los focos del fuego. Un proyectil penetró en una cámara en el preciso momento en que un grupo de camaradas del ejército, listo para desembarcar, preparaba sus bombas de mano. No quedó nada de ellos. Poco a poco hacían explosión las municiones amontonadas en cubierta. En el cobertizo del avión estallaban las bombas del aparato. A cada momento surgía un nuevo foco de incendio, elevando sus llamas hacia el gris cielo matinal. Era un fuego de artificio, espantoso e inolvidable. De la proa, duramente castigada por los proyectiles enemigos, se evacuaban lentamente por medio de cables los muertos y heridos. El excelente segundo yacía en la proa, en su puesto de combate, con el cuerpo desgarrado; sus subordinados, alrededor. La metralla del primer impacto, una granada del 28, hizo aquí una labor completa. Los dos jefes de antiaéreos resultaron gravemente heridos. Sobre cubierta tableteaba la munición de fusil y ametralladora. Lentamente, muy lentamente, se inclinaba el buque a babor. Era imposible combatir el incendio. El personal de achique luchaba contra el fuego utilizando equipos de respiración artificial, empleando extintores de espuma, sometiendo al máximo esfuerzo las mangueras contra incendios. Pero nada, absolutamente nada, podía contra la magnitud de estas hogueras. El hermoso buque estaba irremisiblemente perdido.
Una inmensa amargura se apoderaba de nosotros al considerar que lo único que ya se podía hacer era ver la forma de llevar a tierra, con alguna seguridad, a la tripulación, y, sobre todo, a los muchos camaradas del ejército que se encontraban a bordo. Ellos habían estado bajo cubierta durante todo el combate, sin poder hacerse una idea clara de la lucha a bordo, puesto que desconocían el modo de pelear de los buques. Lo único que hicieron fue oír las explosiones y ver caer a sus camaradas. Con una indescriptible fidelidad a su deber permanecieron en sus puestos, con el fusil y el casco en la mano, y el macuto a la espalda, esperando lo que quisiera venir.
El buque se inclinaba ya tanto a babor, que la borda se sumergía en el agua. Y no era posible la comunicación entre la proa y la popa. Para ir a popa era necesario trepar por los costados del barco. Una gigantesca columna de humo subía al cielo. De los demás barcos no se veía nada, pues luchaban aún con los fuertes noruegos
Saludos
Que relato mas impresionante.
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